La vida de Paul Gauguin es sin duda tan apasionante como su propia obra, fruto de su anhelo por descubrir fronteras más allá de la vida burguesa conocida a mitad del siglo XIX, más allá de los límites del impresionismo de su maestro Pissarro y más allá del realismo que rebatió con su simbolismo tropical lleno de color y amor por lo oriental, más allá de su familia con la que vivió entre Francia y Dinamarca, entre empleos alienantes y peores.
Un outsider de la época, padre de familia, ex agente de bolsa hasta 1882, vendedor de toldos después, buscador de sí mismo y finalmente huido a Martinica y Tahití, donde encontró el color, el exotismo, la calidez y el erotismo traspasado al lienzo, no sin antes haber entrado en contacto con Van Gogh, relación artística controvertida.
Gauguin vivió sus últimos días en soledad, apenas acompañado por su última amante en la cabaña más recóndita que encontró para huir del mundo, un 8 de mayo de 1903. Sin embargo, la grandiosidad de su obra no le ha permitido apartarse del mundo del que huyó y afortunadamente los amantes del arte en España pueden disfrutar hasta el 13 de enero de una retrospectiva de su obra, “Gauguin y el viaje a lo exótico”, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, en la que se podrá disfrutar de obras de Henri Matisse, Wassily Kandinsky, Paul Klee o August Macke, así como comprobar la huella de Gauguin en los expresionistas alemanes y los fauves franceses.
Curioso resulta pensar que algunos han creído encontrar sangre indígena en el pintor francés por el hecho de que pasó su infancia en Perú, adonde llegó con un año de edad en un barco en el que falleció su padre tras un largo viaje.
La realidad es que Gauguin descendía de una familia acomodada de origen español afincada en Lima, en el seno de la cual su madre, Aline Gauguin, le enseñó a apreciar el arte precolombino cuyas piezas de artesanía y objetos arqueológicos, “antiguallas” despreciadas por la aristocracia local, ella coleccionaba. De este modo es como lo indígena y primitivo penetró en el artista, por convicción en vez de por genética.
Años después, Gauguin quedaría impresionado por un cuadro de Eugène Delacroix en su visita a Montpellier junto a su amigo y compañero de taller el gran Vincent Van Gogh el 17 de diciembre de 1888. Se trataba de “Aline, la mulata”, obra de la que hizo un boceto apresurado para volver a verla al regreso a Arles y comentarla con el pintor holandés.
En “Aline, la mulata”, Delacroix retrata a una hermosa joven negra que mira fijamente al espectador con la blusa caída en los hombros y uno de sus pechos asomando, entre casual y seductor. Una especie de Venus mestiza retratada con la seriedad y relevancia que en el arte occidental estaba reservado sólo a las mujeres blancas. Probablemente lo que impactó tanto o más a Gauguin la primera vez que vio la pintura de Delacroix fue el título. La mujer tenía el mismo nombre que la madre de Gauguin y el de su hija más querida. Quizás fue ése el punto de inflexión en que el artista miró hacia sí mismo y sus orígenes, comenzando sin saberlo su largo viaje a la Polinesia.